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Astrocolumna


pablorr

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Hola gente querida! 

 

Hacía mucho que no andaba por estos pagos. Vuelvo con algo que quiero poner a su disposición: desde una revista recientemente lanzada me pidieron escribir una columna semanal sobre astronomía y ciencia en general. Acepté para poner en movimiento los dedos y la cabeza.

 

Bueno, la cuestión es que quiero compartirles ese primer texto. Habla sobre la Luna y sobre Angaco, un departamento (partido, como muchos le dicen también) de San Juan. Se los comparto porque hay datos que pueden ser erróneos o, quizás, mal empleados. En fin, yo le veo bastantes cosas a este texto pero me gustaría que quienes lo lean comenten qué les pareció y qué le cambiarían, o no, aprovechando que saben muchísimo más que yo. Es una especie de "documental escrito".

 

El link del artículo en la revista es este: http://imagenacustica.net/la-luna-una-vieja-querida/

 

Y el texto, este (me lo pidieron en invierno):

 

Con la llegada del primer solsticio de 2017 se abre oficialmente la temporada más dura en la vida de los astroaficionados. En general, también para el resto de las personas. Pero hablando puntualmente de aquellos que aman mirar el cielo nocturno el invierno plantea desafíos level témpano. Una historia de viajeros del espacio y de un terruño sanjuanino que, de noche, es tan lunar como Ischigualasto.

 

Atención: este texto contiene una somera aproximación a nociones astronómicas que pueden o no ser del todo certeras, y que no soportarían el menor sacudón científico. Úselas bajo su propia responsabilidad y no dude en acudir a cualquier fuente acreditada para subsanar alguna duda que se le haya despertado, ya sea por sana curiosidad o por una leve sospecha de imprecisión.

     ___________

              

  El descenso progresivo de la temperatura desde los primeros días de marzo implica aclimatar el cuerpo, el espíritu pero también la cabeza. Atrás quedaron los asados, fernet y cortas noches de observación del verano. Sus ecos adquieren un matiz lejano. La cerveza pide cambio y los licores, ya entrados en calor, pisan la línea blanca con ansias.

Las noches ahora son largas. En todo sentido. Las personas se resguardan del vacío espectral de las calles invernales; dilatan la salida al mundo y limitan eficientemente los momentos en donde el cuerpo tiene que soportar la intemperie. Le huyen a los paseos nocturnos. Las pizzas proliferan y los saloncitos se llenan. La cama, el sillón y la estufa ganan un protagonismo súbito.

Y cuando todos se han refugiado en el santuario perfecto de sentimientos y calor humano que es la cama, cuando todos han sucumbido al enfriamiento del alma y a la ralentización de los sentidos, en el momento en el que pocas luces quedan despiertas en la tortuosa y fría noche, emergen los telescopios.

 

Protocolo de lanzamiento

Un silencio seco, roto por una solitaria moto con rumbo incierto[1], es la música que acompaña a los observadores en los preparativos previos al viaje. Otros individuos se moverían rápidos y nerviosos entre el aire helado, o calentarían sus manos con el aliento tibio de sus pulmones. Pero estas almas se saben condenadas. Aprovechan este frío porque saben que lo extrañarán cuando se enfrenten al otro.

La Luna está a más de 384.000 kilómetros de la Tierra. Angaco está sensiblemente más cerca, pero los preparativos mentales y espirituales para hacerle frente en julio son tan largos y protocolares como cualquier misión del Apollo. No importa cuántas capas de abrigo rodeen el cuerpo ni qué rutina de autoconvencimiento se adopte: se sabe, se adivina en las entrañas que el ambiente será cruel. Pero hacia allá pretenden partir los observadores.

Pero antes deben cargar su nave espacial de 1979 (un Halcón Milenario hecho y derecho, con sus mismas mañas y con idéntica bravura, que no es Corelliano sino Ford y que ya conocerán su nombre) con un telescopio de gama media y frazadas; combustible para la máquina, para el espíritu y recién ahí partir. Entre solitarios parrales y eucaliptus añosos se arrojan al infinito.

Desde otro punto de vista, quizás el de alguien que sale a fumar en la tranquilidad ambarina del alumbrado público, la calma y soledad no es interrumpida por la sonoridad de una moto. Es posible que un bramido constante y grave rompa la fantasmagórica calma. En la segunda bocanada un anónimo Taunus desparrama, a lo lejos, ondas sonoras con rumbo al norte. Pasan los minutos y el cigarrillo muere con una inhalación caliente que quema los labios y que luego será expulsada hacia arriba. El fumador contempla el cielo oscuro e impenetrable, casi desprovisto de estrellas pero con una brillante Luna, y da una pitada final.

El destino de los viajeros es Angaco, que a las dos de la mañana en pleno julio es un páramo de tierra suelta y polvo congelado. Hace mucho frío. Apenas si hay números después del cero y la coma decimal. Afuera, pero en la Luna, los termómetros marcarían menos de ciento cincuenta grados Celsius (conocidos también como Centígrados) en la parte no iluminada, la que le falta. Los 0,2 de acá se nos antojan infernales, tanto como los 100 que hacen en la porción lunar que sí se ve. La diferencia de temperatura entre el día y la noche de nuestro satélite natural, como se ve, es gigante. Su tamaño también los es, a pesar de ser la tercera parte de nuestro planeta: sus casi 3500 kilómetros de circunferencia ecuatorial intimidan al más rendidor de los motores modernos. Varios serían los tubos de gas días que invertiríamos en recorrerla en auto.

Ya en Las Tapias, comarca angaquera, la superficie se percibe blanca en la oscuridad. El persistente salitre, compañero eterno de zapatillas y chacras malogradas, le da un matiz lunar a este suelo apenas pincelado de marrón claro. A un poco más de un segundo luz de distancia en el cielo, el satélite natural de nuestro planeta también se nos antoja blanco. Sin embargo las misiones Apollo (estadounidenses) y Луна (“Luna”, soviéticas) establecieron que la superficie satelital es gris. Está cubierta por un fino polvo llamado regolito, producto de, entre otras cosas, innumerables impactos de cuerpos astronómicos a lo largo de miles de millones de años, y es tan seca como un hueso, diría Carl Sagan.

Acá la cosa también está seca: al bajar del auto el primer encontronazo con el aire frío y privado de humedad es violento. El microclima del Taunus (conocido también como Lince Intergaláctico, ahora ya saben su nombre) queda atrás rápidamente y la cara, como línea de vanguardia apenas cubierta, sufre los embates de la intemperie. Las manos, vestidas con un estirado y poco abrigado par de guantes (de los negros, los de ¿lana?) sucumben luego, y los pies (¡ay, los pies!) reprochan ya helados no haberlos rodeado por una tercera capa de medias. Pero sus gritos son ahogados por la capita de regolito angaquero, mezcla del ya mencionado salitre y el polvo seco, frío y yermo al que están acostumbrados en la tierra de la Difunta Teresa.

Pero sobre nosotros está el espectáculo que vinimos a buscar. Una sinfonía de luces con predominio del blanco y salpicada de rojo y azul se nos viene encima y nos abraza atravesando luego nuestras almas. Ese negro impenetrable que contempló el fumador es ahora un palio brillante y múltiple de miles de millones de planetas, estrellas, nebulosas, cúmulos estelares y galaxias tan pero tan lejano que de sólo pensar en los 35 kilómetros que hay hasta la Plaza 25 nos dan ganas de correrlos, trotarlos, caminarlos incluso para atrás. Qué maravillosa y hermosa burla del destino es esa lejanía insondable…

En este relato, sin embargo, nos vamos a detener en la Luna. Son apenas las dos y algunos minutos de la madrugada y el techo del auto ya está helado. Pero helado de verdad, no metafóricamente: están comenzando a congelarse las humildes cantidades de humedad que hay en el ambiente sobre el techo vinílico, señal inequívoca de que es más que inminente la helada. El dolor en el cuello de tanto mirar para arriba indica que es momento de sacar al morocho de su cálido refugio que es el asiento trasero. Hay que armar el telescopio.

Y mientras echo mano a la brújula y a la montura (que es el trípode más el mecanismo para seguir el movimiento aparente de los astros) los otros observadores se encargan de dos tareas más que vitales también: alguien tiene que abrir la botella de licor cebar los primeros mates y otro tiene que buscar un arbusto alto, ancho y relativamente aislado para, detrás de él, prender fuego. Esta tarea sí que es compleja: para una correcta observación astronómica la luz debe ser nula. La oscuridad debe ser total, implacable. Pero otra cosa implacable es el frío, como la neumonía que le puede seguir. Y como somos tres pero sólo uno puede mirar por el ocular, los otros dos se refugian en las llamas, que deben, a su vez, estar resguardadas, ocultas, sin estorbarle al que navega por el cosmos.

Entonces así estamos: con la silueta inconfundible del tubo apuntando al infinito y el crujido chispeante del fuego recién encendido. Ahora hay que aclimatarse. Nosotros, mental y físicamente; y el telescopio, ópticamente. Sucede que en su interior el aire y los espejos que lo componen están a una temperatura que no es la misma que en el exterior, y esto provoca aberraciones en la imagen. Son mínimas en instrumentales amateur como el que poseo, es cierto, pero mientras tanto entramos en calor nosotros y, de paso, dejamos que el moreno entre en frío también.

 

De dónde venimos y hacia dónde vamos

Algo debe tener el fuego. Se lo he preguntado muchísimas veces pero el parco no quiere responder. La humanidad, creo -pero otros también lo afirman-, siente una especie de hipnosis cuando se sienta alrededor de una fogata. Algo muy fuerte debe haber generado en los primeros humanos, de los que soy y somos parte, porque evidentemente ha trascendido todas estas generaciones que pasaron hasta hoy: protegidos por las llamas del inclemente frío muchos, sino todos, nos hermanamos y las voces de 10.000 ancestros hablan dentro de nosotros y comenzamos a contar historias. Como las que siguen.

Existen muchas hipótesis para explicar el origen de la Luna y casi todas son disímiles y quizás contradictorias entre sí. Pero algo comparten, y es el origen casi simultáneo de nuestro planeta y su satélite natural. Una de estas tesis cuenta que la Tierra, ya formada, navegaba tranquila por su órbita hasta que la Luna se acercó y quedó atrapada por la gravedad de nuestro enorme planeta. La descartaron porque, calcularon, un objeto del tamaño de la Luna no se frena tan fácil.

Otra hipótesis asegura que una prototierra todavía incandescente giraba tan rápido que lanzó al espacio material fundido que luego se reagrupó, enfrió y comenzó a seguirnos por las noches para iluminar nuestro camino. Es una buena explicación. Los perros mojados y los secarropas la amarían. Pero los astrónomos no: afirman que una Tierra girando tan rápido nunca hubiese llegado a formarse como la conocemos.

Pasemos entonces a otro origen: que nacieron juntas. Los planetas, satélites y asteroides se forman, según una teoría, por la acreción de materia (pequeñas cantidades se van uniendo entre sí y creciendo, teniendo más gravedad y por consiguiente atrayendo a más materia) y según la hipótesis de las gemelas astronómicas tanto la Tierra como la Luna se acompañan desde que eran pequeñitos granitos de arena en el espacio. Pero, recordando a las misiones estadounidenses y soviéticas (que trajeron muestras de la Luna), los científicos afirman que allá arriba hay muchos elementos que acá no encontramos ni por asomo, y si los hallamos no es en la misma proporción. Entonces, más que gemelas parecen ser primas hermanas.

La última explicación antes de pararnos para ir, por fin, a observarla es un tanto hollywoodense: que un cuerpo del tamaño de Marte (que bautizaron como Tea) impactó de lleno contra la Tierra, se fundió llegando al centro de nuestro núcleo, destruyó lo poco que se había alcanzado a formar y lanzó ingentes cantidades de material al espacio en un desparramo descomunal de magma. Luego, gran parte de esta materia se reagrupó en una órbita cercana originando a una rimbombante (y totalmente prendida fuego) Luna. A favor de esta hipótesis está la composición isotópica casi idéntica de ambos cuerpos celestes y los reproches antes expuestos de las otras, que esta tesis sí responde[2].

Una cosa es segura: la señora de las noches[3] es tan antigua como nuestro planeta. Sea cual sea su origen, se formaron para la misma época hace más de 4500 millones de años. Nosotros, según la ciencia, apenas hace uno o dos millones.

Es muchísimo y apenas nada a la vez. Adentro nuestro, en cada molécula de ADN, viajan los vestigios de esos primeros hombres y mujeres que en nada se parecen a nosotros. Y sin embargo, tanto ellos como los que se hayan sentado alguna vez al calor de una fogata han visto a la misma luna, al mismo disco o arco resplandeciente. Quizás con un par de cráteres menos, o distintos, porque muchos de los accidentes selenográficos (los geográficos son los de la Tierra) son tan antiguos como ella misma y otros se fueron formando con el tiempo, acompañando nuestra propia evolución. Incluso, existen relatos medievales de repentinas iluminaciones lunares. Hoy sabemos, o creemos saber, que eso que vieron nuestros también antepasados era el impacto en vivo y en directo de otro cuerpo celeste contra nuestra querida glotona de aceitunas.

Y por eso dije “hermanamos” más atrás. Incontables disputas tenemos y hemos tenido entre nosotros, pero a la Luna la miramos seamos homo erectus, homo habilis, neandertales, homo sapiens, medievales, victorianos, modernos, defensores de la pizza con ananá o creyentes de Whatsapp dejará de ser gratuito, lo anunciaron en la tele. Allí está ella, quizás más cascoteada que cuando todavía vivíamos en África; tal vez dejó ya de ser una diosa (o no) pero sigue estando. Y es uno de los pocos objetos celestes que pueden verse aun con el resplandor del fuego.

 

Moscú, aquí desde el cosmódromo de Angaco

Al alejarnos del fuego y caminar hacia el telescopio se disfruta el paisaje nocturno de este terruño. Mientras los ojos se acostumbran a la oscuridad se puede adivinar la línea ondulante con explosiones de formas vegetaloides que divide todo en dos partes. Una abajo, blanca, helada, adormecida y estéril; la otra, arriba, es oscura y lejana. Una distancia todavía medida en decenas o centenas de kilómetros. Y el límite, por ahora, es otra línea con sus propias formas: una barrera apenas visible, levemente menos oscura que el fondo, gigante e infranqueable tanto para el ojo como para el alma de todo habitante del Tulum. Su trazo grueso se adivina en la memoria. Su rugosidad está dormida en el inconsciente. El Pie de Palo no se ve pero se presiente en el horizonte angaquero.

Y detrás de él bailan las estrellas. También encima. Es una danza poco vistosa, dirían en algún programa de televisión. Pero en otros explicarían que es más bien un movimiento aparente, un peregrinar apenas perceptible. Y mientras miramos al cielo en la tupida oscuridad y nuestro cuerpo se desprende del hermoso calor, decidimos que es hora de despegar. Es momento de romper los primeros límites; de agregarle unos ceros a los kilómetros que miden la lejanía apuntándole a la Luna.

Por el día y la hora ya está más cerca del horizonte que del cénit (el punto justo sobre nuestras cabezas). Tardará un poco más de dos horas en ocultarse y está lo suficientemente lejos de las luces parásitas de la ciudad; pero además, les dará el protagonismo, después, a las estrellas, galaxias y nebulosas (pero en esta oportunidad no hablaremos de ellas) y con esto aprovechamos el viaje, el frío y la reflexión (también el gas del auto, che).

Así que ahí está ella, gibosa y creciente, arrogante. Insensible a nuestro frío, a la oscuridad que nos rodea; inmune a la barrera simbólica que son los cerros y, sobre todo, indiferente a nosotros. Su lejanía no le impide, sin embargo, saberse observada: es consciente de que es portadora de una belleza incomparable. Pero realmenteincomparable: nada hay en la naturaleza ni en el artificio del hombre que se le parezca; ni en su enigmática forma, color, brillo, porte, o elegancia. No hay nada. Pero nada. Podremos inventar lo que queramos… Estrella de la Muerte incluida, que no igualaremos la belleza selénica. Lleva eones enamorando seres de la Tierra. Y todo esto a simple vista.

Imaginen lo que es verla. Pero verla de verdad. Posar el ojo en el ocular y contemplarla viva, allí mismo, y maravillarse con sus formas y su majestuosidad. Poder discernir que sí, que es indefectiblemente esférica; que presenta relieve y no a los Reyes Magos o un burro en su superficie. Que tiene un impacto descomunal, llamado Cráter Tycho, que es ineludible de lo impresionante que es a la vista. Que con el aumento preciso se puede ver el juego de luces y sombras en el fondo de sus valles, o los picos iluminados de sus montañas con la misma facilidad y detalle con el que vemos los cerros zondinos en un amanecer de primavera; esos crepúsculos que nos encuentran yendo hacia el oeste por la Circunvalación y la vemos ocultarse somnolienta pasando el Hiper. Y una vez que la viste incluso por el telescopio más barato, déjenme decirles, no la volvés a ver igual nunca más. Jamás.

Y menos en la soledad fría y vacía del campo angaquero. En estos parajes austeros y olvidados que se han curtido de noches inhóspitas como el espacio por donde navega esta bella dama. ¿Cómo no viajar hasta ella y orbitarla con la imaginación, cómo no sentir que a través del telescopio uno se mete por el ocular, se acomoda entre los espejos y es disparado como en un Soyuz o un Saturno V (uno comunista, el otro capitalista, pero humanos los dos; ustedes elijan) y recorrer instantáneamente los 384.000 kilómetros para verla de cerca si el mismo frío, la misma soledad, el mismo vacío y la misma inmensidad que habría allí la tenés a tu espalda, a tu alrededor? ¿Cómo no sentir que estás en la Luna si Angaco, de noche y en invierno, con su suelo gris y polvoroso, congelado, yermo y apenas pedregoso, rodeado de frías e inertes cadenas montañosas, su cielo brillante de estrellas es igual a la Luna? ¿Qué otra sensación tendríamos en el medio de la nada espacial? Somos tres, recién nos bajamos de una nave que se nos puede romper en cualquier momento (pero no lo hace), cubiertos por gruesos trajes que nos aíslan del despiadado ambiente exterior y pisamos polvo suelto, gris y estéril. Discúlpenme, pero somos tres astronautas[4] en la Luna.

 

Un reingreso calmo y reflexivo

El final de la sesión de observación no es triste. Luego de sobrevivir más de tres horas a los azotes de la helada uno ya añora la hospitalidad de su casa. Y habiendo contemplado todo lo que el despejado y hermoso cielo sanjuanino le ha regalado, y después de haber comentado con los compañeros las impresiones y pensamientos de un viaje mensurado en años luz o en cientos de miles de kilómetros, no se puede más que agradecer en silencio. La vuelta es compartida en la nave espacial no sólo por los tres autonautas, las incontables reflexiones que aparecen en la mente, las innumerables generaciones que nos precedieron y las que nos procederán, sino también por la extraña sensación de paz que todo humano siente al saberse mortal pero infinito; al descubrirse o redescubrirse en esta inmensidad de aparente soledad intergaláctica (¿estaremos solos? Pregunta que quedará para otra ocasión); al concebirse pequeño, minúsculo, mínimo, despreciable en un océano de otros mundos, de otras estrellas y otras realidades. Y allí es cuando no hay guerra, genocidio, disputa, injusticia, mentira, usurpación, exilio, imposición cultural o dominación extranjera que tenga justificación alguna; que pueda ser entendida o defendida por algún ser pensante.

Sólo cuando entendés cuán frágil sos, cuán diminuto parecés ante lo que está allá afuera, qué tan poco hemos transitado por este mundo (y cuánto daño le hemos hecho ya) es que comprendés cuán miserables quedamos ante el universo con nuestras peleas humanas. El rey más poderoso, el dictador más prepotente, el político más manipulador, pero también el campesino más pobre, el ciudadano más oprimido y el crédulo menos instruido es nada en la aparente indiferencia del cosmos.

Pero al bajarse nuevamente en la luz ambarina un pensamiento de esperanza sacude la espalda helada: somos nada, pero también somos todo, y todos.

   _________

[1] Quizás un perro.

 

[2] A saber: no hizo falta frenar nada, de hecho chocaron; la Tierra se formó de manera independiente y no necesitó girar tan rápido; se originaron por acreción de materia, sí, pero vaya uno a saber en qué partes separadas (pero no tanto) del Sistema Solar y de ahí sus diferencias sutiles de composición; pero, sobre todo, esta hipótesis explica también los grandes parecidos, entre ellos el núcleo de hierro y los mismos isótopos.

 

[3] Aunque esto es poético, ya que también se la puede ver de día.

 

[4] Este cronista prefiere el término cosmonauta, que le hace más honor a los que viajan por el cosmos en general que sólo aquel que se refiere a navegar por las estrellas, o sea astronauta. Pero a la Luna llegaron humanos que se autodenominaban de la última manera, y también hay que honrarlos.

 

Bueno, era eso. Si no va en esta sección les pido a los moderadores que la muevan; o si consideran que no corresponde el pedido borren el tema tranquilamente.

 

Muchas gracias!!!

Editado por pablorr
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